No podía desviar la mirada, la lluvia, abundante,
prolija, desordenada, me tenía cautivada. A lo lejos un relámpago, dos, tres, y
el retumbar de su eco entre las paredes. Durante muchos años, le tuve miedo a
las tempestades, a los perros, a las sombras de luna llena, a los desconocidos,
y a la soledad. A la soledad siempre te tuve pánico, me la imaginaba como un
manto infinito, que una vez me cubriese, sería capaz de asfixiarme.
Todas mis cobardías se me figuraban ahora, como las
ondas que produce cada gota de lluvia sobre el pavimentado patio. Sentí deseos
de salir, de correr y empaparme, de dejar que el agua me agujereara los
temores, y con buena suerte, se expandirían tanto, que paulatinamente se
romperían, y yo me libraría incluso de la soledad. Antes de lanzarme en brazos
de aquella tentadora idea, me pregunté si debería abrigarme o no, si sujetaría
mi cabello, o lo dejaría libre.
Y tanto pensé, que pronto, dejó de llover.
Anónima.
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