Puedo cerrar los ojos, taparme los oídos,
recostarme sobre mis propios brazos para ahorrar el flujo de sangre, incluso
morderme la lengua para abstenerme de hablar. No basta con encerrarme en mi
cuarto y tapiar puertas y ventanas. El enemigo habita dentro de mí, retumba en
mi cabeza, rompe mi piel desde adentro, me quema la poca alegría que a veces
despunta en el oriente, y convierte las cenizas en un fango despiadado que deja
correr sus vapores entre la sangre: a diario, constante, tan insistente como
mis propias manías.
Hay tardes especialmente lluviosas en las que
incluso puedo oler la mezquindad que rompió los vestidos de mis muñecas, y me
aterro, me paralizo ante esa verdad: hace muchos años soy yo misma la que exuda
los vestigios de su canallada. Está en mi código genético el germen del horror
del que no fui capaz de huir.
Y estará ahí siempre, mientras yo continúe con
vida, será parte de mí. Tal vez por eso me siento extranjera de mis propios
huesos, quizá a eso se deba en parte, esta xenofobia respecto de mi carne.
Anónima.
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