martes

Alelos

Indisolublemente separada, ausente. Así es como me siento a veces, ¡tan alejada de cualquier propósito!, náufraga en mi desierto. Me niego a pensar, me resisto a sumergirme en ese pozo oscuro que son los recuerdos. No importa si estoy riendo a carcajadas, si cumplo mis deberes con el automatismo de estas palabras que parecen escribirse una tras otra, cada una en su lugar, me sumerjo una y otra vez.
Puedo cerrar los ojos, taparme los oídos, recostarme sobre mis propios brazos para ahorrar el flujo de sangre, incluso morderme la lengua para abstenerme de hablar. No basta con encerrarme en mi cuarto y tapiar puertas y ventanas. El enemigo habita dentro de mí, retumba en mi cabeza, rompe mi piel desde adentro, me quema la poca alegría que a veces despunta en el oriente, y convierte las cenizas en un fango despiadado que deja correr sus vapores entre la sangre: a diario, constante, tan insistente como mis propias manías.
Hay tardes especialmente lluviosas en las que incluso puedo oler la mezquindad que rompió los vestidos de mis muñecas, y me aterro, me paralizo ante esa verdad: hace muchos años soy yo misma la que exuda los vestigios de su canallada. Está en mi código genético el germen del horror del que no fui capaz de huir.
Y estará ahí siempre, mientras yo continúe con vida, será parte de mí. Tal vez por eso me siento extranjera de mis propios huesos, quizá a eso se deba en parte, esta xenofobia respecto de mi carne.

Anónima.

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